martes, 16 de marzo de 2010

Lugares comunes.

Como cada viernes (siempre qque no haya nada mejor que hacer) salgo del tren, paseo por la ¿ciudad? que me vio nacer y llego allí. Entro. Hace años que la puerta necesita un engrasado.
Me compro alguna guarrería en la pastelería, y voy al baño. Al salir, una musiquilla me sobresalta. Desde uno de esos coches fantásticos de miniatura donde nos dio por subir a los niños de los 90 suena a todo volumen la banda sonora de aquella serie. Lleva allí desde antes de que pueda recordarlo. Nunca he visto a un niño montar, pero nadie lo retira.
Bajo las escaleras, me encuentro a un conocido. Dónde estás, qué haces, me dijeron que te cambiaste. Mientras hablamos, un hombre se cae redondo delante de nosotros. Lleva un melocotonazo que no se tiene en pie. Vienen varios hombres, lo levantan, lo sientan en un banco. El señor se vuelve a levantar, y hace varias veces amago de vomitar mientras Adrián y yo hablamos de becas Erasmus. Un grupo de chonis con chándal rosa y botas blancas (Dios, cómo odio el calzado blanco) se ríen del pobre hombre. Mi antiguo compañero de clase comenta que habría que verlas a ellas un sábado por la noche en la discoteca de su pueblo. La noche siguiente encuentro a una de ellas arrastrándose detrás de un chico al que yo rechacé cuando era una cría y no puedo evitar sonreír con condescendencia. Qué petarda puedo llegar a ser a veces.
Una señora mayor se nos acerca. Nos conoce, nosotros a ella no, pero se lleva bien con nuestras abuelas. Ya está ahi el nuestro, dice. Otra semana más. Me sigue dando escalofríos. Apuesto a que echaré de menos todo esto cuando lo cambie de lugar.
La Estación de Autobuses de Ávila, probablemente uno de los lugares más deprimentes del mundo. También uno de los más mágicos. Podría llamar a mis padres, a mi tío, incluso a él, pero siempre prefiero ir en autobus.